Época: Japón
Inicio: Año 1945
Fin: Año 2000

Antecedente:
Extremo Oriente: entre la crisis y el crecimiento
Siguientes:
El Japón moderno



Comentario

La sociedad japonesa no se liberó de las tensiones que la agitaban desde el momento de la derrota sino a partir de 1960. En este momento desapareció por completo el peligro de una reaccionaria vuelta atrás. Lo que predominó fue, por el contrario, una preocupación por la gestión económica y, en el terreno de las relaciones industriales, por el pacto con los sindicatos.
El primer ministro Ikeda, dirigente centrista de los liberal-demócratas, defendió lo que él mismo definió como una política "modesta": se trataría de "doblar la renta nacional japonesa en diez años". Pero en la realidad práctica hizo mucho más que eso. Consiguió ese objetivo en un poco más de un lustro y el crecimiento siguió avanzando a un ritmo anual del 10-14%. En los años sesenta ya la capacidad global de producción del Japón representaba el cuádruplo de la del continente africano y el doble de América Latina y casi resultaba semejante a la del resto de Asia junta. Pero, como contraste, el nivel de vida era la mitad del de Europa del Norte y la cuarta parte del de Estados Unidos. En esa década el Japón poseía la mitad del tonelaje marítimo mundial, era el tercer país en la producción mundial de acero y de vehículos de motor y segundo en electrónica. Las cifras comparativas en el momento en que se produjo la crisis económica de 1973 resultan todavía más impresionantes. La tasa de crecimiento en la década precedente fue tres veces más fuerte que en las potencias occidentales de modo que si en 1962 el producto interior bruto de Japón equivalía a una quinta parte del norteamericano, en 1972 representaba el tercio. A comienzos de la década de los setenta en tan sólo tres años el excedente comercial casi quintuplicó. En ese momento Japón era ya el primer país del mundo en construcción naval, producción de motos, aparatos fotográficos y televisores y el segundo en automóviles, acero y fibras sintéticas.

La forma en que se produjo este crecimiento económico convierte el caso del Japón en absolutamente peculiar comparado con el de otras latitudes. Hubo, sin duda, alguna coincidencia, como, por ejemplo, con Italia en lo que respecta al papel muy importante desempeñado por la pequeña y mediana empresa en ese desarrollo. Pero en muchos otros aspectos las diferencias fueron muy considerables.

Un rasgo muy decisivo fue la intervención del Estado y la protección con respecto al exterior. EL MITI (Ministerio dedicado a la tecnología y a la inversión) controló los intercambios con el exterior y centralizó el empleo de las divisas, pero también evitó la entrada de capital extranjero, contribuyó a la racionalización, fomentó una cartelización controlada, incentivó por procedimientos fiscales, reglamentó la concurrencia interna y promovió la innovación. Buena parte de los avances industriales se debieron a la renovación del aparato productivo a través de la labor de este Ministerio. En otros casos, las empresas se beneficiaron de una utilización excepcionalmente inteligente de lo inventado fuera. La empresa Sony imaginó, por ejemplo, utilizar la patente de los transistores de las prótesis auditivas para pequeñas radios portátiles con el consiguiente éxito. En otros casos, los excelentes resultados económicos se debieron a la capacidad de aprovechar al máximo unas oportunidades mínimas. Las acerías, por ejemplo, se situaron en la costa importando el hierro de Australia y el coke de Estados Unidos. Sólo comerciando con zonas lejanísimas pudo Japón superar su radical carencia de materias primas. Sin embargo, a medida que fue pasando el tiempo el papel del MITI fue disminuyendo: no logró, por ejemplo, reducir el número de empresas automovilísticas a tan sólo dos y surgieron nuevos grupos industriales que ya le debían bastante menos. Como se puede imaginar, el papel de las élites burocráticas a través de esa institución fue decisivo en el crecimiento económico japonés.

Otro rasgo muy importante del crecimiento económico del Japón consistió en la existencia de un peculiar sistema de conflicto social. A partir de 1960 las relaciones industriales perdieron su vehemencia. En todas las grandes empresas a partir de los años sesenta se expandió el sistema de empleo para toda la vida, que ya había tenido su origen en los años veinte y que permitía una excepcional fidelidad a la empresa, de cuyo progreso se beneficiaban los trabajadores. Los sindicatos, por su parte, mantuvieron un nivel de afiliación relativamente alto (el 35%) pero sobre todo en esta categoría de los empleados para toda la vida. Gracias al sindicalismo y a las anuales "ofensivas de primavera" para lograr el incremento de los salarios progresó excepcionalmente el nivel de vida. Pero, al mismo tiempo, los trabajadores no tuvieron un sistema de protección social suficiente. Las pensiones sólo se establecieron en 1959 y fueron muy modestas por más que se hicieran compatibles con un segundo trabajo. Las prestaciones sociales tan sólo representaban menos del 15% en el presupuesto del Estado e incluso disminuyeron con el transcurso del tiempo. De ahí la necesidad de un fuerte ahorro popular que constituye también un rasgo muy característico de la economía japonesa.

Pese a las apariencias ésta siguió teniendo también inconvenientes graves. La agricultura que ocupaba a la mitad de la población en los años cincuenta tan sólo llegaba al 14% en 1972. Se trató siempre de una agricultura muy protegida de modo que la introducción de arroz extranjero estaba simplemente prohibida y la de otros productos quedó sometida a dificultades muy acusadas. Aun así, un aspecto conflictivo de la economía japonesa fueron los problemas con la alimentación: el 20% de los productos alimenticios procedía del exterior a fines de los sesenta. Además, el nivel de vida siguió estando muy por debajo de los países más desarrollados de Europa y América: lo demostraba, por ejemplo, la vivienda y los equipamientos colectivos, aunque algunos fueran tan espectaculares como los trenes de alta velocidad. La misma diferencia de altura de los japoneses de generaciones sucesivas es una buena prueba del progreso de la sociedad de consumo.

Quizá el inconveniente más grave de la economía japonesa consistió en que un desarrollo muy rápido como el que se produjo en este país se llevó a cabo con un escaso grado de preocupación por el medio ambiente. Desde mediada la década de los cincuenta se dieron casos de envenenamiento por vertidos de residuos industriales tóxicos en varios puntos del archipiélago. La concentración de la población en tres megalópolis en torno a Tokio-Yokohama, Nagoya y Osaka supuso que un tercio de la población japonesa vivía en el 1% del territorio donde la densidad de la población superaba los 9. 200 habitantes por kilómetro cuadrado. Las condiciones de vida en esta región fueron todo lo lamentables que se puede imaginar. No puede extrañar, en fin, que el acelerado proceso de desarrollo económico tuviera para el Japón unas consecuencias sociales de importancia. El éxodo rural, la llegada a la edad de jubilación de quienes habían sido protagonistas del crecimiento y la desaparición de unas pautas de vida tradicionales contribuyeron a una sensación de incertidumbres y desenraizamiento. De ahí la aparición de nuevos movimientos religiosos y de asociaciones reivindicativas de todo tipo.

Entre los primeros, la más influyente fue Sokagakkai, una derivación del budismo extraordinariamente proselitista que, como veremos, llegó a tener una implantación en la política. En general, todos estos movimientos religiosos se caracterizaron por su sincretismo y simplicidad de su mensaje, insistencia en valores tradicionales y organización capilar para influir en la sociedad. A ellos hubo que sumar los movimientos de consumidores y aquellos destinados a defender a minorías étnicas, como los coreanos. Una de las protestas más estridentes realizadas en contra de los excesos de la industrialización fue la llevada a cabo en contra de la construcción del nuevo aeropuerto de Narita, cerca de Tokio. Por su parte, las mujeres también organizaron movimientos de autodefensa a pesar de que, de acuerdo con un sondeo oficial, el 80% aprobaban la diferenciación entre los papeles de los sexos. En 1972 había tan sólo siete mujeres en la Cámara baja japonesa. Pero la defensa del aborto y de la píldora contribuyó a crear una creciente presión social de cambio.

La oposición más violenta en contra de la sociedad de consumo y el testimonio más palpable de la rapidez con que se había producido el cambio lo encontramos en los movimientos terroristas, muchos de ellos vinculados con los estudiantes. Si en todo el mundo existió una revolución estudiantil, el caso del Japón fue un tanto especial por tratarse de una sociedad muy competitiva. Las protestas contra las bases norteamericanas de Okinawa y la derivación terrorista de la protesta protagonizaron la vida japonesa a comienzos de los setenta. Los grupúsculos revolucionarios se caracterizaron por acciones de una violencia espectacular como el asesinato masivo de turistas en el aeropuerto de Tel Aviv en 1972 o los crímenes llevados a cabo entre representantes de las diversas tendencias.

No obstante, en realidad todos esos movimientos no pasaron de arañar la superficie de la vida política japonesa caracterizada por una profunda estabilidad y un conservadurismo de fondo que relegaba a la oposición a un papel de acompañante molesto pero impotente.

La gran paradoja de la vida política en los sesenta fue que, pese a que la influencia social del Partido Liberal Demócrata se erosionó, su poder político no lo hizo en absoluto sino que se consolidó. El voto al Partido Conservador pasó del 54% a tan sólo el 46% pero eso sólo tuvo consecuencias en algunas elecciones municipales o regionales. En muchas categorías sociales tradicionales el partido mantuvo el 70-80% del voto e incluso el 30% en la clase obrera. Su poder reposó siempre en el clientelismo, la popularidad personal de sus candidatos y la existencia de unos sólidos fondos electorales para llevar a cabo las elecciones proporcionados por las empresas. Es cierto que los liberal-demócratas siguieron padeciendo un extremado faccionalismo interno pero lo organizaron como sistema de Gobierno en el seno de su partido.

Una razón decisiva para explicar que no hubiera cambio político fue una fragmentación de la oposición que proporcionó a los japoneses la sensación de vivir en un sistema con un partido y medio tan sólo. Parte de la normalización de la vida del país se percibió en la evolución de los socialistas, de los cuales un sector adoptó una actitud cada vez más democrática y menos cercana al marxismo. Pero al mismo tiempo, se produjo un descenso del voto socialista: en 1962 era prácticamente el único partido de la oposición con el 29% de los votos pero tenía tan sólo el 21% en 1972. En el primer año toda la izquierda sumada se quedó en el 39% y dejó de crecer a partir de este momento y en 1969 estaba por debajo del 22%. Las cifras resultan más espectaculares si examinamos los casos de las grandes ciudades, como Tokio y Osaka, en donde el voto socialista retrocedió del 40 al 16% mientras que crecía el Partido Comunista y un nuevo partido, el Komeito. El bajón en el voto socialista se explica por el crecimiento de otros grupos como, por ejemplo, el citado que llegó en 1968 al 15% de los votos y atrajo a un electorado que no podía votar ni por los conservadores ni por la izquierda. El Komeito fue un partido político nacido de la relación con Soka Gakkai, el grupo religioso de procedencia budista interesado de forma especial en la moralización de la política y en algunas materias de política exterior y capaz de atraer a la población carente de raíces por haber emigrado a las grandes ciudades en fechas recientes. También el Partido Comunista creció, sobre todo en el mundo profesional y en las grandes urbes. Los socialistas siguieron siendo el partido de los obreros sindicalizados de grandes empresas pero, incapaces de penetrar en otros estratos sociales, veían multiplicarse su importancia por la división entre unos parlamentarios muy moderados y unos afiliados que lo eran bastante menos. Por otro lado, la peculiar estructura del Partido Liberal Demócrata le permitía acoger en su seno las demandas de grupos de presión corporativistas.

En política exterior la relación con los Estados Unidos siguió siendo el centro de gravedad de la presencia de Japón en el mundo. En 1960 se renovó el Tratado de Seguridad entre los dos países por diez años y las relaciones con los norteamericanos se caracterizaron en esta época por un mayor grado de normalidad. Okinawa obtuvo un cierto grado de autonomía. En 1961 Japón solucionó el problema de sus deudas con los norteamericanos y en 1963 fue admitido en la OCDE. Perduraban, sin embargo, los malentendidos. Okinawa era una base esencial para la presencia norteamericana en el Extremo Oriente. En 1967, tras haber mostrado su alineamiento con los norteamericanos en Vietnam, Sato, la gran figura política del momento, consiguió que se aceptara por los norteamericanos el debate sobre este archipiélago. La imagen de los Estados Unidos se había hecho mucho mejor en los años de Kennedy pero aunque luego empeoró desde el punto de vista diplomático los frutos obtenidos por el Japón fueron mucho mejores. Durante la presidencia de Nixon se decidió que Okinawa sería devuelta en 1972. Durante el comienzo de los setenta creció, por parte japonesa, la relación conflictiva con los norteamericanos en parte debido a la Guerra de Vietnam pero también por la falta de realismo norteamericano respecto a la manera como tratar a China. Cuando los norteamericanos se acercaron a la China comunista la reacción inmediata de los japoneses fue más allá, hasta llegar al reconocimiento diplomático de su poderoso vecino como único Gobierno legal. A pesar de ello, fue posible mantener las relaciones económicas con Taiwan. En 1966 Japón era ya el país vecino que más comerciaba con China, un país que representaba un quinto de la población mundial.

Merece la pena citar también otros dos aspectos de las relaciones entre Japón y Estados Unidos. A partir de los años sesenta Japón fue el segundo país en comercio con los norteamericanos, pero las presiones de este Gobierno obligaron a restringir su comercio. En 1971 los Estados Unidos suspendieron la convertibilidad del dólar e impusieron dificultades a todas las importaciones. En adelante, la limitación más o menos voluntaria de la agresividad comercial japonesa en Estados Unidos jugó un papel decisivo en la relación entre ambos países. Un último aspecto de la relación nipo-norteamericana se refiere a la evolución del Ejército japonés. Las fuerzas de autodefensa aparecidas en los años cincuenta ya eran aceptadas por la opinión pública y contaban con 250.000 hombres y un millar de aviones a reacción. A fines de los sesenta hubo incluso un ministro, Nakasone, dispuesto a pedir que Japón tuviera el arma atómica y fabricara su propio avión de combate.

Del resto de la vertiente exterior de la política japonesa hay que señalar que fue muy manifiesta la voluntad de una mayor presencia internacional. En definitiva, esto se explica no sólo por su potencia económica sino también por otros factores, incluso culturales. A fin de cuentas, en 1968 Kawabata fue el primer escritor no occidental en recibir un Nobel. Pero en algunas partes del mundo Japón seguía ofreciendo en su imagen de política exterior la sensación de que actuaba como "un comisionista de venta de transistores", tal como lo caracterizó De Gaulle.

El cisma entre la URSS y China hizo que la primera se interesara mucho por el Japón. En 1968 todavía el comercio entre Japón y la primera era superior en cuantía: los soviéticos trataron de que Japón contribuyera a la explotación de los inmensos recursos de Siberia. Pero más importante resultó la relación entre Japón y el resto de Asia. Japón dedicaba, ya antes, un 1% del PIB a la ayuda al desarrollo y en 1960 superó esa cifra. Cuando se creó un Banco para el desarrollo de Asia aportó tanto capital como los Estados Unidos (1965) y jugó en él un papel fundamental. En 1965 reconoció como única Corea a la que tenía como capital a Seúl y en 1969 su comercio con ella ya era superior al que Corea del Sur mantenía con los Estados Unidos. Hacia 1970 Japón realizaba el 70% de sus exportaciones hacia los países asiáticos y del Pacífico y de ellos obtenía dos tercios de sus importaciones. De hecho, por medios no violentos, basados en la competencia económica y el comercio, había conseguido una influencia superior a la lograda en plena Guerra Mundial en toda esta área geográfica.